Lo que esconde una pataleta, te puede sorprender…

Warneken y Tomasello han realizado unos preciosos experimentos poniendo en evidencia que los niños tienen naturaleza colaborativa… y es que cuando somos chicos, pues miramos a los demás desde un lugar sin expectativas más que seguir pavimentando esas conexiones neuronales tan bellas que se forman cuando estamos llenitos de amor, de vínculos satisfactorios, de «te amo por que sí, te amo aún cuando lo que hiciste me dolió, porque sé que estás aprendiendo…» esos te amo son los más ricos.

Para nosotros los adultos, llenos de vivencias, de tantos años de experimentar situaciones que se repiten y que no siempre son agradables, nos quedan ciertas creencias arraigadas, a veces tremendamente aferradas en el inconsciente con respecto a entregarse en un vínculo. Y es que es que cierto que finalmente todos los adultos llevamos a un niño mas o menos herido adentro. Esas vivencias donde me sentí de alguna u otra forma violentada/o van repercutiendo en nuestra forma de reaccionar también, y es desde ese lugar que solemos conectarnos con los momentos de estrés de nuestros hijos, sobre todo en la etapa en que hablan poco, comienzan las pataletas, hasta cuando todavía no tienen el desarrollo neurológico avanzado para ser claros en su intención. ¿Pero les digo algo? Está lleno de adultos que todavía no dejan claras sus intenciones a la hora de relacionarse con los demás, de transmitir lo que les pasa, de vincularse. Aprenden/se vuelven ambiguos en sus relaciones, pero eso va para un artículo aparte!.

Una vez, cuando mi hijo mayor iba en el jardín, le molestó mucho que nos tuviéramos que ir a la casa sin quedarse un rato jugando en el patio antes de partir a casa. Yo, adulta, con la cabeza en mil cosas «tengo que llegar almorzar, luego mandar estos mails que tengo pendientes y coordinar con el gasfiter….mmm… y ojalá con eso nos den las 2 de la tarde para tener un rato de juego con el enano antes de que llegue mi paciente de las 3» Yo estaba en esa frecuencia. No en el aquí, no en el ahora. Funcionando.

Le digo «ya pues mi amor vamos!», él se dio mil y un vueltas y luego de algunos intentos respetuosos de mi parte me pongo firme y le digo. «Ya, al auto!» le tomo la mano y se empieza a tratar de safar… «hijo ya jugaste un rato y te dije que nos teníamos que ir, ya pasaron los 5 minutos… vamos». Lo subo al auto y empieza a llorar, que no quería irse, que quería quedarse en el jardín, y me lo repite varias veces mientras yo ya partía el auto… le voy explicando en el camino que había que almorzar y que después íbamos a salir a jugar… pero no había caso, estaba ofuscado y con mucha rabia y pena. Comienza a llorar más fuerte y patalear. De repente le digo «Pero amor, porque tienes tantas ganas de quedarte en el jardín, ¡no entiendo!» Ya un poco sobrepasada y sin pensar mucho en el tipo de pregunta que le estaba haciendo a mi hijo… Yo sentía que me estaba truncando mis planes, que le gusta salirse con la suya porque así también son los niños… recuerdo también haber pensado (todo esto en cosa de algunos minutos) que me daba rabia cuando se ponía tan obstinado… pero algo pasó en mí… sentí que yo necesitaba resolver eso en mí de una forma distinta, necesitaba volver a comprender a mi hijo más que seguir alimentando victimizarme con pensamientos adultocentricos heredados, clásicos, pensamientos que no rompen moldes sino que les ponen metal reforzado! no, yo quería salir de ahí… entonces, estiro mi mano y le acaricio el pié mientras intento estacionar el auto y resolver esa penita. (Es algo que a él lo calma, ya que cuando viajamos le gusta quedarse dormido mientras le acaricio el pie) y responde «es que…. es que yo quería sacarte unas flores del jardín para regalártelas… eso quería mamá!!» mientras sollozaba.

Se me apretó el corazón entero y me derrumbé por dentro. El » eso quería mamá» me hizo bajar de mi mente en 1 milisegundo y escuchar con el corazón, conectarme con su INTENCIÓN. La que nunca pregunté, tan sólo actué no más, porque el disco rallado de «funcionar» no me estaba dejando las antenas bien sintonizadas parece. Apenas conecté con esa pena tan legítima de él, ya justo me había estacionado en un costado de la calle y lo primero que salió de mi boca fue un «Ayyyy miamooooooorrr»… le agradecí que me dijera su intención, que así yo podía entender que le pasaba, nos dimos besos y un abrazo y acto seguido partimos de vuelta al jardín a que recogiera esas flores que tanto me quería regalar. A la punta del cerro se fueron los esquemas, el gasfiter y el almuerzo que estaba preparándose. Le alenté de vuelta a casa su capacidad de decirme tan claro lo que le pasaba, ya que luego de aclarar su intención me dijo que tenía rabia conmigo porque nos habíamos ido. «Disculpa hijo no me dí el tiempo de preguntarte cual era la intención que tenías, para la próxima me dices y así será mas fácil ya?».

Ejemplos así tengo miles, porque los niños realmente tienen un naturaleza altruista y bondadosa… pero somos nosotros los que de adultos, llenos de heridas y vivencias relacionadas con vínculos no tan sanos, no nos damos el tiempo para conectarnos con nuestras intenciones a través de nuestros actos y por ende más difícil es, conectarse con las posibles intenciones que un niño en etapa pre-escolar puede estar tratando de manifestar en su particular y «precaria» (precaria para un adulto.. normal para ellos) resultan las pataletas, berrinches, o conductas más sensibles de los niños. Y así muchas veces, las intenciones que vemos en ellos no son las reales de ellos, pero ahí vamos, sin indagar, sin conectar. Esperamos resultados, miramos, mas no los vemos.

Los adultos estamos, unos más otros menos, con costras en el corazón, y esas costras hacen que a veces se formen barreras, que impiden en la práctica una vinculación sin reparos, sin expectativas, sin miedos y sin sentirnos violentados a la primera subida de estrés de nuestros hijos.

Cuando ellos se estresan en nosotros se activan memorias, sea de nuestra propia infancia, de cómo nos sentimos también (y que hasta el día de hoy no sabemos bien como resolver) o de cómo eran con nosotros (y por ende esa es la vía que vamos a ocupar). Pero además está todo nuestro propio estrés del día a día y la cantidad de emociones y pensamientos negativos bloqueados y encarcelados aquí adentro porque también hemos aprendido, en base a distintas vivencias, a hacer algo poco saludable con ellos.

Cuando nos transporta a nuestra infancia y cómo nos sentíamos nosotros, surgen conexiones relacionadas a las herramientas que recibimos o no recibimos para salir de ese impass, de ese estrés, de ese trauma. Si mama/papá no me entregó herramientas concretas y/o consistentes en el tiempo (no vamos a aprender a regularnos por 3 veces que papá me haya contenido y las otras tantas haya estado ausente) entonces no vamos a tener una liana que agarrar cuando veamos a nuestros hijos transitar por un disconfort. Se nos viene el estrés encima a nosotros, reaccionamos desde ese niño de 7 que fuimos y en ocasiones hasta podemos entrar en shock (si… quedarse paralizado o tener una conducta errática es estar en shock) porque en la práctica, el cerebro nos dice «no se que hacer»… nuestra autoimagen es de poca o nula eficacia personal y nos sentimos «incapaces». El monstruo del autoestima ma/paternal. La incapacidad. «No sé como enfrentarme a esto» ¿Les suena familiar? ¿Cómo salimos de ahí? No podemos brindar herramientas que no hemos adquirido. Ahí es importante hacer un trabajo personal de apapachar (acariciar el alma) de esa niña o niño que fuimos y preguntarle «¿Qué te hubiese gustado recibir de tus padres cuando te pasó esto? ¿Y cuándo viviste esta otra situación? ¿Y ésta? Pues vengo a decirte que yo, tu versión adulta te dará eso que necesitaste, y te lo daré ahora y siempre». Trabaja con distintas situaciones, y date esos regalos que quisiste, date esos mimos, acaricia tu alma, acaricia las mejillas húmedas de esa niña que cuando lloraba le decían «ya para el escándalo» o de ese niño que rompía sus libros cuando se enojaba porque al final los papás estaban demasiado interesados en lo que estaba haciendo la hermana menor.

Cuando nos transporta a cómo eran con nosotros y repetir las reacciones de nuestros padres y/o cuidadores le damos el alto de inmediato. ¿Que otras opciones tengo? Quizás te das cuenta que hay otras personas más idóneas a tu crianza o a tu sentir más primal (ese que no quiere violencia, porque nadie la quiere en verdad) y puedas aprender de esa persona. Sin tapujos hablar, pedir consejos, mirar que pasa cuando reacciona. Nos damos cuenta que todos tarde o temprano replicamos. Somos herederos de la historia vincular de nuestros padres y antepasados. Y así de potente es, y así y todo podemos resignificar esas historias y darle un giro, sutil o tremendo, honrando igual los linajes que nos han llevado a perpetuar ciertas conductas. En ciertos tipos de psicoterapias se aborda muy bien estos temas y en constelaciones familiares se les da un ángulo más amplio, un ojo de águila que ve más allá, a veces, siglos atrás donde se ha instalado el síntoma que hoy, aparece en tí de forma tan avasalladora como imposible de frenar sólo con la intención consciente de cambiar.

A veces se necesita algo más que esas ganas de cambiar y en orden de educar desde el ejemplo de ser mejores versiones de nosotros mismos podemos mirarnos en humildad y saber que, por más adultos responsables que seamos, que pagamos las cuentas, mantenemos la casa y compramos los regalos de navidad adelantados (porque somos muy responsables y grandes!) estamos en igualdad de condiciones que nuestros hijos e hijas… estamos aprendiendo también, igual que ellos, sin distinción la vida nos muestra maneras de reparar, de sanar, de crecer, de disfrutar, de amar sin tantas costras en el corazón. Y ellos son el fiel ejemplo de que las intenciones que tienen, son una cualidad que necesitamos potenciar, darle espacio y bencina para que crezca y se expanda. Y de paso, desaprender y conectar con esa naturaleza que ellos, sabiamente, nos vienen a recordar (re-cordar, volver a pasar por el corazón).

Permitamos que la cicatriz nos recuerde de lo que aprendimos y dejemos de alimentar desde la desconexión con la consciencia amorosa, una costra que está constantemente con la amenaza de sangrar nuevamente.

Ofrezcamos, por nuestros hijos, salirnos de esas corazas, mirarlas y ver que detrás de ellos no hay un contador que me robo plata, ni una telemercadista que me está tratando de vender algo, ni un papá que nunca estaba conforme con lo que yo hacía… Hay un niño, hay una niña, con las mejores intenciones, buscando lo que muchas veces a nosotros nos falto. Amor incondicional. Y ahora, con esta consciencia de lo que nos pasa, podemos reparar. En consciencia podemos mirar, y con amor, esa mirada se vuelve aprendizaje.

 

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